Una trampa mortal en la Plaza Mayor

Estatua Felipe IIIHola a todos!! Después de cinco maravillosos días por Madrid ya estoy de vuelta con un montón de historias y anécdotas que contaros así que sin más tardar, vamos a ponernos manos a la obra… ¿os parece? Para conocer el secreto de este jueves vamos a darnos una vuelta por el corazón de la ciudad, la Plaza Mayor y vamos a detenernos en un elemento que todos los que hayáis pasado por ahí habréis visto, el caballo de Felipe III.

Como habréis observado en el centro de este gran y solemne espacio se levanta una escultura ecuestre, representa al monarca español Felipe III a lomos de su caballo. La obra fue realizada en 1616 en hierro fundido por Juan de Bolonia y finalizada por Pietro Taca (de hecho podéis observar su firma en la cincha de la escultura).

La escultura no siempre ha estado en esta ubicación que hoy conocemos ya que a lo largo de los años cambió de emplazamiento en varias ocasiones, como durante la I República, cuando estuvo guardada en un almacén hasta la subida al trono de Alfonso XII. Sin embargo, la curiosidad que hoy nos centra transcurre mucho años más tarde, en 1931, con al alzamiento de la II República.

Es en esas fechas cuando un militante de izquierdas introdujo un artefacto explosivo en la boca del animal para tratar de dañar la escultura del rey y su caballo. Cuando se produjo la explosión un previsible ruido atronador invadió la plaza, lo que nadie esperaba era que cientos de pequeños huesecillos saltasen por los aires. La gente se acercó para ver de primera mano los desperfectos y sobre todo, esos misteriosos huesecillos que habían salido de las entrañas del animal, ¿de dónde habían salido? ¿qué hacían allí?

No se tardó mucho en hallar la respuesta a todas estas incógnitas, los restos óseos pertenecían a pájaros de pequeño tamaño, en concreto a gorriones. Al parecer, éstos se apoyaban en la boca del caballo y quizás buscando un poco de sombra o puede que picados por la curiosidad, se dejaban caer por el interior del animal sin saber que aquello era una trampa mortal para muchos de ellos. Luego la estrechez del cuello les impedía aletear hasta el orificio de salida por lo que cientos de gorriones terminaron presos en el buche del equino, aleteando en vano, hasta morir.

Sin quererlo, el caballo de Felipe III se convirtió en un cementerio de gorriones. Para que esto no volviese a suceder, Juan Cristobal, quien restauró la obra tras la Guerra Civil tuvo un encargo muy concreto, sellar la boca del animal, tal y como la podemos ver actualmente.

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